Con relación a la libertad de las personas y su destino, una cuestión clave gravita desde hace siglos en el imaginario colectivo: el determinismo o su ausencia; en definitiva, la duda de si disponemos de libertad para elegir nuestro devenir o, por el contrario, hemos de atenernos a unas reglas marcadas de la partida en la que nos jugamos nuestro modo de vida, diríamos más, nuestro propio bienestar.
En este sentido, nos acecha la inquietud sobre si hay una forma adecuada de comportarnos, de acometer nuestros quehaceres, de relacionarnos con los otros y con nosotros mismos, la incertidumbre al respecto de si podemos mejorar o si hemos de conformarnos con el boleto de lotería que conformó nuestra vida y que ni siquiera recordamos haber comprado.
¿Somos responsables? : La responsabilidad
Intentemos ahora reducir a su esencia el tema que nos ocupa, quizá así descubriremos que estamos hablando de si somos responsables de lo que nos ocurre; ineludiblemente, si contestamos de forma afirmativa, se abre un abanico de preguntas; “¿qué puedo hacer?”, “¿qué pasa si me equivoco?”, “¿seré capaz?”, “¿no será demasiado tarde?”, etc.
Cada interpelación que se formula incorpora un quantum de angustia, pero también una posibilidad de mejora. Hacerse dueño del propio destino, ser más libre no se adquiere en el mercado de la vida de forma gratuita, si bien el precio a pagar no resulta desproporcionado con el bien que pretendemos conseguir.
Por el contrario, si eludo mi responsabilidad, el camino puede parecer más fácil, puesto que “es el otro quien debe actuar”, así que se pone fin a las dudas y ni siquiera se inician las tareas. En cambio, entramos en la vía de la queja, ciertamente más sencilla, pero claramente menos productiva, pues lleva anexa una condena a la repetición eterna, al sufrimiento sin salida.
No es difícil recordarnos o recordar a otros instalados en la protesta, sin vislumbrar soluciones, abocados a la amargura y la infelicidad a la que nos conduce la excusa de reflejar nuestra responsabilidad en los otros; tampoco es complicado acabar regodeándonos en esa desdicha y expulsar de nuestro lado a aquellos que pretenden ayudarnos.
A pesar de todas estas dificultades, por otro lado innegables, quienes practicamos el psicoanálisis pensamos que las personas pueden cambiar, incluso en cuestiones profundas, las cuales presentimos como inamovibles, y que pueden convertirse en auténticas losas que subyugan nuestro desarrollo personal.
¿Puedo hacer un cambio profundo?
Ahora toca volver la vista hacia la “cruda” realidad, pues nada más lejos de nuestra intención que sostener que todo cambio sea posible. Es más, hay elecciones ya asentadas en nuestro yo más íntimo que no van a cambiar por mucho empeño que pongamos en ello.
Para visualizar mejor esta cuestión, apoyémonos en un ejemplo: la orientación sexual de una persona. En el hipotético caso de que alguien pretendiera mutar esta, se encontraría con un muro infranqueable, ya que es una cuestión que se asienta en una etapa infantil muy temprana, de manera que, una vez pasada esta, se convierte en una opción inmutable.
Siguiendo con este ejemplo, si la persona se siente disconforme con su orientación sexual, le podemos ofrecer un trabajo en búsqueda de su aceptación, de forma que le ayude a sentirse bien en su propia piel y a aceptar un rasgo de su carácter inalterable, tal como venimos diciendo.
En suma, la acompañaríamos en la persecución de la felicidad inherente al ser humano, en este caso por medio de la asunción de su orientación sexual.
Apuntamos aquí un motivo fundamental que ha de atravesar, bajo nuestro criterio, cualquier trabajo de introspección: podemos cambiar la manera de vivir las cosas, independientemente de cuáles sean nuestras circunstancias, nuestro momento vital o el proceso en que nos encontremos inmersos.
Pensemos en este momento en una persona que reflexiona sobre determinadas actitudes propias y que considera que, con ellas, ha podido hacer daño a personas a las que quiere o a sí misma. En consecuencia, podría desear modificar estas actitudes, que podríamos tildar de insanas, es decir, asumir su responsabilidad en lo sucedido.
Pues bien, a partir de esta intención, esta persona tiene grandes posibilidades de cambiar; de cambiar puntos fundamentales en su vida cotidiana, en su devenir y en sus relaciones.
¿Es importante poner límites al otro?
Para continuar, nos vamos a centrar en el tema con el que cerrábamos el punto anterior: las relaciones personales (familiares, de amistad, laborales, etc.) y el sufrimiento que provocan en nosotros frecuentemente.
Paradójicamente, es muy habitual que quienes viven de forma más desdichada con su prójimo sean personas con serias dificultades para cuidar de sí mismas, debido a la incapacidad para poner límites al otro, para decir, sencillamente, “no”.
En contra de lo que pudiera parecer, no se trata simplemente de aprender a decir “no”, sino más bien de entender la causa de esta dificultad, de comprender qué es lo que nos impide afirmar con rotundidad nuestros deseos y, consecuentemente, nuestras negativas.
Y es precisamente en nuestras relaciones más íntimas, como pueden ser las amorosas o las paternofiliales, donde con mayor ahínco jugamos este tipo de situaciones, con el consiguiente riesgo si no hemos adquirido las herramientas necesarias para confrontar nuestros pareceres con nuestros allegados.
Merece la pena pararnos en eso que en nuestra sociedad se conoce como “el Amor”, así escrito, con mayúsculas, o, lo que viene a ser lo mismo, el amor romántico; muy a pesar de lo que puedan decir literaturas, cinematografías más o menos baratas e incluso la publicidad al uso, seamos claros, este amor no es siempre maravilloso (y claro que por momentos puede serlo), es más, puede ser la peor de nuestras pesadillas.
No hace falta acudir a las cifras de extremo maltrato que todos guardamos en nuestras cabezas para conocer que, si alguien te trata mal, te traiciona o te pega, el amor que te profesa, y el que le tienes, es un sentimiento patológico, enfermo y, por supuesto, del todo inaceptable.
El amor enfermo
A pesar de lo que acabamos de sostener y pudiera entenderse de una primera lectura de nuestros argumentos, las relaciones, sean estas amorosas o no, no son en sí mismas positivas o negativas, buenas o malas si simplificamos los términos.
Somos las personas quienes estamos sanas o enfermas (sin olvidar toda la gama de grises que se extiende entre ambos extremos). De esta forma, una persona enferma va a vivir siempre un amor insano, por lo tanto, lo crucial no es la cantidad de amor, lo mucho que ame, sino la cualidad de este, su forma de aceptarnos y entendernos, entre otras.
Dicho de manera rotunda y ejemplar: si aceptas estar con una persona enferma, asumes que te ame de modo patológico, lo cual puede desembocar en que te maltrate: te controle, te persiga e incluso te haga daño físicamente.
Así, resulta decisivo aprender a reconocer situaciones de riesgo y poder decidir si es el momento de poner fin a una relación sostenida en un amor malsano.
Pongamos por caso una relación sostenida con alguien que mantiene otra anterior y en paralelo: la experiencia nos dice que, si esta última no se rompe, a pesar de las promesas y las excusas, en los primeros meses (a lo sumo un año), probablemente estemos asistiendo a una gran mentira, a un engaño, quién sabe si sustentado en la malicia o en el propio autoengaño o la incapacidad para dejar atrás situaciones caducas o indeseadas.
Ni qué decir tiene que es muy legítimo que alguien conozca a una persona y se enamore, independientemente de su situación hasta ese momento, mantenga o no otra relación preliminar. Lo que resulta más difícil de justificar es sostener un vínculo de amantazgo bajo la apariencia de una relación estable, refugiada en la promesa de un lazo que nunca acaba de llegar.
Dicho esto, pudiera ocurrir que algunas personas transiten una situación similar a esta sin dolor, pero no deja de ser habitual que otras sufran mucho en parecidas circunstancias.
Por último, no olvidemos que se trata de una cuestión entre adultos (cosa muy distinta sería si alguno de ellos no lo fuera) en la que cada cual acepta lo que quiere para su vida.
Con esta última frase damos en el mismo centro de una de nuestras dianas favoritas:
¿Cómo cambiar por dentro?
Hemos visto hasta aquí varios ejemplos de relaciones o elementos relacionales que suelen o pueden llegar a ser dolorosos; sin embargo, sin caer en tales modelos, que podrían resultar excesivamente esquemáticos, casi podríamos asegurar que cada persona se enfrenta a cuestiones que hacen referencia a cómo podría cambiar con respecto a la forma de relacionarse con otras personas.
En ese sentido, hay que explicar que la manera en que nos relacionamos con los demás la aprendemos en la primera infancia, con las personas que nos rodean en esa etapa.
Estas pueden ser el padre, la madre, hermanos, abuelos, vecinos, compañeros de internado, educadores, etc. Por paradójico que resulte, de cómo aprendamos a relacionarnos en los primeros años de vida va a depender el modo en que lo hagamos durante la edad adulta.
Como resultado, cada sujeto necesita conocer esos primeros momentos para poder cambiar lo que le produce incomodidad o angustia en el presente.
Para acabar, diremos que en psicoanálisis trabajamos para entender cómo ha vivido el sujeto estas primeras etapas. Esto le permitirá hacer un cambio, a partir de lo que acaba de reconocer sobre lo más antiguo e íntimo de su propia historia.
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